martes, 30 de agosto de 2011

El Bosque de los Sueños (CUENTO)


 Había una vez un bosque mágico, tan mágico que a él iban a parar todos los sueños; se llamaba el bosque de los sueños.
 En el bosque de los sueños había árboles, como en todos los bosques, claro, pero al llegar a él te dabas cuenta al instante de que no era un bosque nada corriente. Ciertamente, desde fuera, no se sabía qué era precisamente lo que te atraía tanto de él; quizás fuera la luz, o tal vez la forma sinuosa de las ramas desnudas de los árboles, pero ante él sentías la necesidad apremiante de descubrir su secreto.
 Su secreto no era otro que contener los sueños y las ilusiones de todas las personas de este mundo. Muchas veces, a lo largo de mi vida, me he preguntado dónde van a parar los anhelos más profundos, esos que llevamos grabados a fuego muy cerca del corazón y descubrir que danzan alegremente por el interior de aquel mágico bosque, me llena de tranquilidad, pues por lo menos sé que no andan perdidos por ahí y que a lo mejor un día llegan a hacerse realidad.
 Pero un día todo cambió. De repente, algunos sueños comenzaron a marchitarse lentamente y unas grandes nubes grises amenazaban con apagar la mágica luz que desprendía el fantástico bosque. La razón de este desastroso suceso, no era otra que el hecho de que las personas habían dejado de soñar; estaban demasiado ocupadas pensando en las cosas banales de la vida y el pequeño recuerdo infantil que habitaba en sus corazones estaba desapareciendo, hasta tal punto, que algunos habían olvidado cómo jugar, cómo sonreír e incluso cómo enamorarse.
 Y ahí estaba yo, decidida a salvar el bosque de los sueños, como la más valiente heroína de cualquier cuento, cabalgando veloz a lomos de un majestuoso caballo; aunque mi corcel no fuera otro que un viejo y torpe burro y mi valentía no estuviera movida por una insaciable sed de aventuras, sino por el miedo a que los sueños terminaran por desaparecer y con ellos, la vida.
 Así que me dirigí lo más rápido que mi querido burro me permitió a convencer a todo el mundo de la necesidad de seguir soñando. Recorrí pueblos y ciudades, pero nadie parecía tener el más mínimo interés en prestar atención a lo que decía, pues estaban demasiado ocupados con cosas absurdas. Cansada de ser ignorada, me senté en la escalinata del Ayuntamiento y me puse a hacer lo que más me gustaba desde que era niña: dibujar mis sueños. Aislada en mi mundo de fantasía estaba, que no me di cuenta de que una persona, de todas las que subían y bajaban las escaleras con demasiada prisa y sin prestar atención a nada de lo que les rodeaba, se había parado y miraba con curiosidad mis dibujos. Alcé la vista y mis ojos se encontraron con los suyos; en ellos no había vacío o desdén, sino curiosidad, el asombro que hace abrir mucho los ojos a los niños ante cualquier cosa, por insignificante que pueda parecer. En ese momento entendí que no debía perder la esperanza.
 De repente se empezaron a parar más personas y la vida comenzó a fluir de nuevo. De esta forma el bosque de  los sueños se salvó.

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